domingo, 24 de mayo de 2015

Carolina Uroz, La educación en 2030, Práctica 7

Tras la Tercera Guerra Mundial en 2024, el Mundo vivía inmerso en un caos, la miseria, la oscuridad y la violencia iban de la mano, el sol ya no se ponía en lo alto del cielo y el principal objetivo del ser humano era sobrevivir. No había cabida para otra cosa que no fuera la supervivencia, ésta era la base del sistema.
Sistema «conjunto de reglas o principios sobre una materia racionalmente enlazados entre sí» decía un libro rasgado y lleno de tachones que encontré tras unos muros derruidos. Sistema, palabra que no tiene mucho sentido hoy día en el 2030. La verdad es que no he escuchado a nadie decir tal palabra, hasta suena un poco mala, quizás yo no sepa pronunciarla. Cierto es que no conozco a muchas personas. El otro día mataron los cara cortada a la pobre flaca, así la llamaba yo, pues todos los huesecillos del su cuerpo podían vislumbrarse tras esos harapos que llevaba ¿Qué podría significar? ¿Qué querría decir? la verdad, no lo sé, pero rondaba mi cabeza sin sentido.
Sabía leer, mi padre me enseñó a escondidas, él era maestro, y me dijo que era conveniente no contárselo a nadie, pues por aquel entonces todo índice de libertad de expresión era sancionado y censurado. Las escuelas desaparecieron, quedaron al olvido de unos pocos, y los pocos maestros que se atrevían a enseñar lo hacían a escondidas, fuimos obligados a la clandestinidad, pues todos éramos refugiados de la lectura. Al poco tiempo se llevaron a mi padre y a los tres meses mi madre falleció, ya no me quedaba nada, pero sobreviví. Todo libro fue censurado o quemado, no he visto un libro completo en más de 6 años. Me las ingenie para comer y dormir con pocos años, si tenía que mentir y engañar lo hacía, comía lo que podía robar y dormía donde me podía refugiar. Iba de un lugar a otro sin preguntar, un día conocía a una persona y al otro ya me quería matar.  
Pero, eso sí, me gustaba leer, no sabía muy bien y no entendía muchas palabras, pero me gustaba, podía leer todo lo que veía, aquellos carteles que colgaban de lo poco que quedaba de los edificios en ruinas, propaganda incompleta entre la basura y las instrucciones de cómo calentar unas lentejas.     
   Hasta que un día, lo encontré, era un libro entero, con su portada y todo, algo sucio eso si, pero completo, con todas sus páginas, y decía el título Lazarillo de Tormes. No tenía ni idea a quién le pertenecía, pero no lo dudé, miré a ambos lados y lo cogí, lo puse entre mis brazos y salí corriendo como si llevara un mendrugo de pan para llevármelo a la boca. Tras correr cinco manzanas y mirar en todas las esquinas, llegué al puerto, mi lugar preferido. Era un lugar totalmente vacío, casi sin luz, pues el sol solo rozaba el horizonte desde hace muchos años, y la peste que desprendía el mar por los pescados muertos echaba a los poco maleantes que me querrían hacer daño.

Era tan bonito, la portada era de color negro y las hojas de un rojo azafrán, no me lo podía creer, era para mí sólo, así que comencé a leer.

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